Atravesar el desierto con Jesús: ¿Qué objetivo tiene?
Hoy quisiera compartirles una de las más impactantes experiencias que he vivido en este camino de fe y de conversión. Hace tres años tuve la gracia de Dios de estar en Tierra Santa en un retiro espiritual con mi comunidad de laicos y mi consejera espiritual, una religiosa. Fui al Desierto de las Tentaciones. Puedo decir desde lo que viví, que cada uno tiene una experiencia de Dios en cada lugar santo de acuerdo a su proceso espiritual. Dios sabe cómo hablarnos a cada uno de nosotros.
En mi caso, desde que íbamos llegando el desierto, me di cuenta que era solo tierra seca, piedras, montañas y más montañas. No encontraba ni una sola muestra de vegetación. El camino parecía bajar y adentrarse cada vez más en esa aridez. No era recto, estaba lleno de curvas y pronto sentí que me mareaba. Escuchaba a mis amigos decir que faltaba poco para llegar pero el aire comenzó a escasear, necesitaba pisar tierra.
Cuando logramos llegar, era de noche. El conductor abrió la puerta y yo salí corriendo a vaciar mi estómago de todo lo que había en él. Nunca había sentido tal desespero, ni tanto mareo. Me llevaron a la tienda donde me iba a quedar con algunas amigas y allí tuve que dormir. Al despertar luego de un par de horas, me sentía mejor y tres amigas fueron por mí a llevarme algo de cenar, pero teníamos que volver todas juntas al comedor que quedaba en otra tienda.
Salí y sentí el viento golpearme la cara y sacudirme. Aunque había antorchas y lámparas en el campamento, no se veía muy bien el camino y todo parecía igual. Nos perdimos casi una hora dando vueltas por allí hasta que alguien logró indicarnos el camino. Llegamos y nos condujeron a otra tienda para la Santa Misa. La sensación allí con Jesús en el desierto, fue impresionante. Yo no lograba sentir nada, ni hambre, ni tristeza ni alegría. Tampoco desespero ni siquiera incertidumbre, era una nada, era un silencio que penetraba cada parte de mí.
Esa noche dormí en ese silencio. A las 4 am, despertamos para orar en el amanecer. El frío es más penetrante que el silencio y aunque tenía una bolsa de dormir y dos abrigos más, el frío me congelaba. Sin embargo, en la oración, dejó de tener relevancia el frío. Comencé a silenciar también mi mente centrada en cómo resolver el tema de sentir algo de calor.
Y contemplando el amanecer, en el silencio que me había abrazado desde la noche anterior pude dialogar con Jesús. Comprendí entonces, que el camino de la vida nunca es en línea recta. Asusta y desespera no saber cómo afrontar las experiencias nuevas porque como ser humano se me ha inculcado una necesidad de tener que saber predecir las cosas, los eventos para estar “lista” ¿lista para qué? La forma de aprender es vivir cada día en unidad con Jesús porque Él es la Sabiduría en persona y me enseña a resolver las situaciones de cada día, así aprendo y voy construyendo mi experiencia.
El mareo y el vómito que sentí, me mostró que como ser humano también se me va a olvidar dejar que Jesús limpie mi corazón cada día y pasa que mi corazón, mi ser se llena de ego, de cosas negativas, emociones, pensamientos que terminan sobrecargando el interior. Para limpiar, habrá que vaciar todo eso en Jesús, en su infinita misericordia. Así liviana, despejada, serena escucharme y escucharlo.
Habernos perdido con mis amigas en medio del campamento, me recordó que hay momentos de duda, de incertidumbre, de no ver la salida o ni siquiera un punto de llegada. Lo importante es no detenerme, es intentar, es preguntar y dejarme ayudar. De esta forma, llegaré a donde tenga que llegar y volver a donde tenga que volver en este caso, reencontrarme con Jesús.
La nada que sentí, me enseñó que no hay cosa más compleja que silenciar todas las voces de adentro para escuchar la única voz sanadora y salvadora: la voz de Dios. Él habla en la serenidad, en la calma, en esa nada humana. Así fue como logré escucharlo. Todo hablaba de él y entonces entendí que no debo temer al silencio, a la nada, a la revoltura, al malestar, al camino que desconozco, a las vueltas de la vida porque Él sigue ahí, Él no se va, Él quiere hablar, pero necesita mi silencio mi desprendimiento, mi disposición. Ahí fue que comencé a sentir paz y sentirme nuevamente amada por Dios en la persona de Jesús y en la Persona del Espíritu Santo que me llevó al desierto y habló a mi corazón.
Ahora bien, en los procesos de psicoterapia personal, de acompañamiento psicológico y espiritual, bajamos juntos al desierto para encontrarnos con esa voz en nuestro interior, descubrir en amor, en silencio y en serenidad que no estamos solos, que el miedo muchas veces nos impide disfrutar del presente y nos hace desconfiar de nosotros mismos, nos hace dudar de que Dios esté allí. Por tanto, en momentos de la vida es necesaria viajar a nuestro desierto interior en compañía para sanar, para despejar, para limpiar, para silenciar y para escuchar. Lo que nuestro interior tiene para decirnos, siempre será para vivir mejor, para sanar.
Espero que esta experiencia ilumine la experiencia de cada uno de ustedes en este tiempo en medio de lo que sea que estén viviendo. Les comparto la única foto que una amiga capturó de mi momento de diálogo con Dios.
